El nuevo clima fresco y húmedo fomentaba el crecimiento rápido de las malas hierbas, con lo cual, el rendimiento de las cosechas disminuía considerablemente. Había que evitar -siempre según estas teorías- que la maleza se apoderara de los sembrados, cosa que sólo podía lograrse modificando el sistema de trabajo. El arado constituyó la solución para este problema, ya que éste no se limitaba a arañar el suelo, sino que también, removiera la tierra.
Este apero, por otra parte, trajo como consecuencia ir introduciendo, un aligeramiento de las faenas del campo. El arado hacía unos surcos más anchos y profundos, con lo que la superficie de siembra se ampliaba tanto, que no era necesario ir introduciendo cada grano individualmente.
En resumen, no sólo se agilizó el trabajo sino que también mejoraron las cosechas. Aumentó progresivamente la extensión cultivada y empezaron a conseguirse excedentes de productos agrícolas, por primera vez, en la historia de la humanidad.
Los primeros arados fueron de madera o piedra y, luego, en la Edad de Hierro, empezaron a fabricarse de metal. Poco a poco se produjo una especialización de este utensilio para adaptarlo a las exigencias del medio ambiente.
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